miércoles, 26 de junio de 2024

Alférez (Julien Gracq)

Una vez que su tren hubo atravesado los suburbios y humaredas de Charleville, al alférez Grange le pareció que la fealdad del mundo se disipaba: advirtió que ya no tenía ni una sola casa a la vista. El tren, que seguía el lento curso del río, se internaba primero por entre mediocres contrafuertes de lomas cubiertas de helechos y aulagas. Después, a cada curva del río, el valle se iba abriendo camino mientras el ruido del tren repercutía en el seno de la soledad contra los acantilados y un viento crudo, cortante ya en el atardecer otoñal, le refrescaba el rostro al asomar la cabeza por la puerta del vagón. La vía cambiaba a su antojo de orilla, atravesaba el Mosa sobre puentes hechos de un solo tramo de viguerías de hierro, y a ratos se internaba en algún corto túnel a través del desfiladero de un meandro. Una vez reaparecido el valle, centelleante de temblores bajo la luz dorada —la garganta siempre se hundía entre las dos cortinas del bosque— el Mosa parecía más lento y sombrío, como si se deslizara sobre un lecho de hojas podridas. El tren estaba vacío: se hubiese dicho que hacía el servicio entre aquellas soledades por el único placer de circular en la frescura del atardecer, entre las laderas de bosques amarillos que mordían cada vez más arriba en el purísimo azul del atardecer de octubre: a lo largo del río, los árboles liberaban tan solo una estrecha banda de pradera, tan nítida como el césped inglés. «Es un tren que lleva al Dominio de Arnheim», pensó el alférez, gran lector de Edgar Poe, y mientras encendía un cigarrillo retrepó la cabeza en el cadarzo de sarga para seguir con la mirada, muy por encima de él, la cresta de los acantilados desmelenados que se perfilaban gloriosamente contra el sol poniente. En las perspectivas de las gargantas afluentes, boscosas lontananzas se perdían tras el azul ceniza del humo del cigarrillo; 
 
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Los ojos del bosque (Un balcon en forêt)
Julien Gracq (Saint-Florent-le-Vieil, 27 de julio de 1910 - Angers, 22 de diciembre de 2007)


Editorial Debolsillo, 2006
 
La sombra de Stendhal se proyecta en los libros de ficción de Gracq, como en Los ojos del bosque, por ejemplo. Recuerdo los días en que, al encargarme una editorial un breve prólogo a una edición de bolsillo de ese libro, decidí preparar el prefacio retirándome por una temporada  a un albergue en los confines de las Árdenas, donde me sentí feliz, instalado deliberadamente en un tiempo muerto parecido al de la  drôle de guerre de las Árdenas en la que se enmarca la acción de la novela. Me sentí perfecto viviendo con la alegría de Larbaud y de Stendhal en esa especie de tiempo paralizado, casi irreal, mezcla de drôle de guerre y de no tener nada que hacer salvo planear un prólogo. Me pasaba el día leyendo, escribiendo, por decirlo en términos de título de un libro de Gracq. Era mi forma de revivir la experiencia del oficial Grange, el personaje central de la novela. La verdad es que necesitaba yo hacer algo así para recuperarme de las heridas de la vida mundana, necesitaba eso tanto como vivir en la confianza de que un día podría volver a vivir de nuevo en la discreción y la tranquilidad de los años de mi juventud, aquellos en los que se desarrolló mi primera etapa como escritor: volver a los días en que Marcel Duchamp  –cuyas tomas de posición ante la vida y el arte creo que  tienen puntos en común con Gracq-  era mi modelo existencial. Y era mi modelo por su discreción, geometría, clasicismo, elegancia y calma.
[Enrique Vila-Matas. Revista Turia]
 

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