Nuestra felicidad o infelicidad personal, nuestra condición terrenal
tiene una gran importancia en relación con lo que escribimos. He dicho
antes que, en el momento en que uno escribe, se siente milagrosamente
impulsado a ignorar las circunstancias presentes de su propia vida. Sin
duda es así. Pero ser felices o infelices nos lleva a escribir de un
modo u otro. Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza;
cuando somos infelices, nuestra memoria actúa entonces con más brío. El
sufrimiento hace que la fantasía se vuelva débil y perezosa; funciona,
pero con desgana y languidez, con los movimientos débiles de los
enfermos, con el cansancio y la cautela de los miembros doloridos y
febriles; nos cuesta apartar la vista de nuestra vida y de nuestra alma,
de la sed y de la inquietud que nos embarga. En las cosas que
escribimos afloran entonces, continuamente, recuerdos de nuestro pasado,
nuestra propia voz resuena de continuo y no conseguimos imponerle el
silencio. Entre nosotros y los personajes que inventamos entonces, que
nuestra fantasía languideciente consigue, no obstante, inventar, nace
una relación particular, tierna y como materna, una relación cálida y
húmeda de lágrimas, de una intimidad carnal y asfixiante. Tenemos raíces
profundas y dolientes en cada ser y en cada cosa del mundo, del mundo
que se ha poblado de ecos, de estremecimientos y sombras, y una piedad
devota y apasionada nos une a ellas. Nos arriesgamos entonces a
naufragar en un lago oscuro de agua muerta y estancada, y arrastrar con
nosotros las criaturas de nuestro pensamiento, dejarlas perecer con
nosotros en el remolino tibio y oscuro, entre ratas muertas y flores
putrefactas. Hay un peligro en el dolor, así como hay un peligro en la
felicidad, respecto a las cosas que escribimos. Porque la belleza poética es un
conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de
fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no conseguimos
obtener todo esto junto, nuestro resultado es pobre, precario y
escasamente vital.
Ahora bien, cuidado: no es que uno pueda esperar consolarse de su tristeza escribiendo. Uno no puede abrigar la ilusión de que el propio oficio lo acaricie y lo acune. En mi vida hubo domingos interminables, desolados y desiertos, en los que deseaba ardientemente escribir algo para consolarme de la soledad y el aburrimiento, para ser acariciada y acunada por frases y palabras. Pero no hubo manera de que me saliera una sola línea. En estos casos, mi oficio siempre me rechazó, no quiso saber nada de mí. No es una compañía. Este oficio es un amo, un amo capaz de azotarnos hasta hacernos sangrar, un amo que grita y condena. Nosotros debemos tragar saliva y lágrimas, apretar los dientes, secar la sangre de nuestras heridas y servirlo. Servirlo cuando él nos lo pide. Entonces, nos ayuda también a mantenernos en pie, a tener los pies bien asentados sobre la tierra, nos ayuda a vencer la locura y el delirio, la desesperación y la fiebre. Pero quiere ser él quien manda y se niega siempre a prestarnos atención cuando lo necesitamos.
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Mi oficio
Las pequeñas virtudes
Natalia Ginzburg (Palermo, 14 de julio de 1916 — Roma, 7 de octubre de 1991)
Editorial
Acantilado, 2002
“Mi oficio es
escribir, y lo sé muy bien y desde hace mucho tiempo”, con esta frase
redonda comienza Natalia Ginzburg el ensayo que dedica, en Las pequeñas virtudes,
a la tarea o arte de escribir, sin duda el auténtico hilo de Ariadna de
una existencia vivida con intensidad e infinito desgarro.
Como señaló Carmen Martín Gaite, para Ginzburg “la elevación de lo particular y cotidiano a categoría filosófica tiene lugar con una frescura y naturalidad que logran llegar hasta lo más abstracto, sin desprenderse nunca del hilo concreto de su experiencia como mujer dotada de una capacidad de observación poco común”. Los ensayos de Natalia Ginzburg mantienen dichas virtudes, al hablar de las pequeñas y grandes cosas de los hombres: de unos zapatos rotos en los tiempos de miseria y guerra, de su querido Cesare Pavese, con quien compartió esperanza y trabajo en aquella primera Einaudi, del silencio, de la necesidad de educar a los hijos en la virtud de la magnanimidad.
Álvaro de la Rica [El cultural. Libros]
Como señaló Carmen Martín Gaite, para Ginzburg “la elevación de lo particular y cotidiano a categoría filosófica tiene lugar con una frescura y naturalidad que logran llegar hasta lo más abstracto, sin desprenderse nunca del hilo concreto de su experiencia como mujer dotada de una capacidad de observación poco común”. Los ensayos de Natalia Ginzburg mantienen dichas virtudes, al hablar de las pequeñas y grandes cosas de los hombres: de unos zapatos rotos en los tiempos de miseria y guerra, de su querido Cesare Pavese, con quien compartió esperanza y trabajo en aquella primera Einaudi, del silencio, de la necesidad de educar a los hijos en la virtud de la magnanimidad.
Álvaro de la Rica [El cultural. Libros]
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