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miércoles, 26 de junio de 2024

Alférez (Julien Gracq)

Una vez que su tren hubo atravesado los suburbios y humaredas de Charleville, al alférez Grange le pareció que la fealdad del mundo se disipaba: advirtió que ya no tenía ni una sola casa a la vista. El tren, que seguía el lento curso del río, se internaba primero por entre mediocres contrafuertes de lomas cubiertas de helechos y aulagas. Después, a cada curva del río, el valle se iba abriendo camino mientras el ruido del tren repercutía en el seno de la soledad contra los acantilados y un viento crudo, cortante ya en el atardecer otoñal, le refrescaba el rostro al asomar la cabeza por la puerta del vagón. La vía cambiaba a su antojo de orilla, atravesaba el Mosa sobre puentes hechos de un solo tramo de viguerías de hierro, y a ratos se internaba en algún corto túnel a través del desfiladero de un meandro. Una vez reaparecido el valle, centelleante de temblores bajo la luz dorada —la garganta siempre se hundía entre las dos cortinas del bosque— el Mosa parecía más lento y sombrío, como si se deslizara sobre un lecho de hojas podridas. El tren estaba vacío: se hubiese dicho que hacía el servicio entre aquellas soledades por el único placer de circular en la frescura del atardecer, entre las laderas de bosques amarillos que mordían cada vez más arriba en el purísimo azul del atardecer de octubre: a lo largo del río, los árboles liberaban tan solo una estrecha banda de pradera, tan nítida como el césped inglés. «Es un tren que lleva al Dominio de Arnheim», pensó el alférez, gran lector de Edgar Poe, y mientras encendía un cigarrillo retrepó la cabeza en el cadarzo de sarga para seguir con la mirada, muy por encima de él, la cresta de los acantilados desmelenados que se perfilaban gloriosamente contra el sol poniente. En las perspectivas de las gargantas afluentes, boscosas lontananzas se perdían tras el azul ceniza del humo del cigarrillo; 
 
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Los ojos del bosque (Un balcon en forêt)
Julien Gracq (Saint-Florent-le-Vieil, 27 de julio de 1910 - Angers, 22 de diciembre de 2007)


Editorial Debolsillo, 2006
 
La sombra de Stendhal se proyecta en los libros de ficción de Gracq, como en Los ojos del bosque, por ejemplo. Recuerdo los días en que, al encargarme una editorial un breve prólogo a una edición de bolsillo de ese libro, decidí preparar el prefacio retirándome por una temporada  a un albergue en los confines de las Árdenas, donde me sentí feliz, instalado deliberadamente en un tiempo muerto parecido al de la  drôle de guerre de las Árdenas en la que se enmarca la acción de la novela. Me sentí perfecto viviendo con la alegría de Larbaud y de Stendhal en esa especie de tiempo paralizado, casi irreal, mezcla de drôle de guerre y de no tener nada que hacer salvo planear un prólogo. Me pasaba el día leyendo, escribiendo, por decirlo en términos de título de un libro de Gracq. Era mi forma de revivir la experiencia del oficial Grange, el personaje central de la novela. La verdad es que necesitaba yo hacer algo así para recuperarme de las heridas de la vida mundana, necesitaba eso tanto como vivir en la confianza de que un día podría volver a vivir de nuevo en la discreción y la tranquilidad de los años de mi juventud, aquellos en los que se desarrolló mi primera etapa como escritor: volver a los días en que Marcel Duchamp  –cuyas tomas de posición ante la vida y el arte creo que  tienen puntos en común con Gracq-  era mi modelo existencial. Y era mi modelo por su discreción, geometría, clasicismo, elegancia y calma.
[Enrique Vila-Matas. Revista Turia]
 

martes, 24 de octubre de 2023

Final (Javier Cercas)

Le hablé de todas estas cosas y de otras, y a medida que lo hacía supe que Jenny tenía razón, que Marcos tenía razón: debía terminar el libro. Lo terminaría porque se lo debía a Gabriel y a Paula y a Rodney, también a Dan y a Jenny, pero sobre todo me lo debía a mí, lo terminaría porque era un escritor y no podía ser otra cosa, porque escribir era lo único que podía permitirme mirar a la realidad sin destruirme o sin que cayera sobre mí una casa ardiendo, lo único que podía dotarla de un sentido o de una ilusión de sentido, lo único que, como había ocurrido durante aquellos meses de encierro y trabajo y vana espera y seducción o persuasión o demostración, me había permitido vislumbrar de veras y sin saberlo el final del viaje, el final del túnel, el boquete en la puerta de piedra, lo único que me había sacado del subsuelo a la intemperie y me había permitido viajar más deprisa que la luz y recuperar parte de lo que había perdido entre el estrépito del derribo, terminaría el libro por eso y porque terminarlo era también la forma de que, aunque encerrados en estas páginas, Gabriel y Paula permaneciesen de algún modo vivos, y de que yo dejase de ser quien había sido hasta entonces, que fui con Rodney —mi semejante, mi hermano—, para convertirme en otro, para ser de alguna manera y en parte y para siempre Rodney. Y en algún momento, mientras seguía contándole a Marcos mi libro sabiendo ya que iba a terminarlo, me asaltó la sospecha de quizá no lo había abandonado dos semanas atrás porque no quisiera terminarlo o no estuviera seguro de que mereciera la pena terminarlo, sino porque no que quería terminarlo: porque cuando estaba vislumbrando su final —cuando casi sabía lo quería decir esta historia, porque ya casi lo había dicho; cuando casi había llegado a donde quería llegar, precisamente porque nunca había sabido adónde iba— me pudo el vértigo de ignorar lo que habría al otro lado, que abismo o espejo me aguardaba más allá de estas páginas, cuando tuviera de nuevo todos los caminos por delante. Y fue entonces cuando no solo supe el final exacto de mi libro, sino también cuando hallé la solución que estaba buscando.

 

Final (Javier Cercas)


 
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La velocidad de la luz
Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 6 de abril de 1962)

 
La velocidad de la luz es la historia de una amistad que empieza en 1987, cuando el narrador, un joven aspirante a novelista, viaja a una universidad del Medio Oeste estadounidense y conoce a Rodney Falk, su compañero de despacho, un excombatiente de Vietnam huraño e inabordable, ferozmente lúcido y corroído en secreto por su pasado.
El narrador tendrá que hacer su propio viaje a los abismos antes de emprender el viaje de regreso hasta el otro lado del océano y volver a visitar a su viejo compañero Rodney, a quien la vida lo llevó a una guerra en la que no creía, contra la que protestó en vano, pues al final se impondría como una nube gris y devastadora que empañó su mirada y lo llevó a trompicones por la vida.
A nuestro narrador no sería la guerra, sino el éxito lo que lo haría transitar desde la cándida e irreverente juventud a la madurez, con su seductora como corrosiva alfombra roja que nos lleva a creernos dueños del mundo o por lo menos personas de éxito que pueden por ello tachonar sobre las rutas de otros.
La velocidad de la luz mantiene un ritmo que nos inquieta porque nos deja a la espera de un suspenso preconcebido, fruto de nuestros clichés sobre los temas de guerra y sus supervivientes. Con aparente tranquilidad, Javier Cercas teje su hilo de Ariadna para llevarnos hasta sentir los estragos de la culpa y la estupidez de las decisiones de quien solo tiene ojos para ver su propia nariz.
[Sofía Gómez - Revista Vagabunda Mx]

jueves, 13 de abril de 2023

Caballo (Per Petterson)

El día después de llegar en autobús mi padre me había propuesto hacer una excursión a caballo de tres días, quería saber si me parecía una buena idea, y cuando le pregunté en qué caballos estaba pensando, respondió que en los de Barkland, y yo me entusiasmé y me pareció una idea estupenda. La verdad es que ahora me había adelantado con lo de los caballos, pero tampoco es que fuera una gran cabalgada lo que habíamos hecho Jon y yo en aquel prado, y no acabó muy bien, al menos no para mí, y tampoco para Jon, si tenemos en cuenta lo que había sucedido justo antes y todo lo que sucedió después, y el caso es que no había vuelto a oír una palabra sobre el asunto de la excursión desde aquel día. Así que me llevé una buena sorpresa la mañana en que abrí los ojos y oí relinchos y el piafar de caballos a través de la ventana abierta. Provenían del prado que se extendía detrás de la casa, donde yo había hecho aquella labor tan deplorable al no atreverme a segar las ortigas con la guadaña corta porque me daba miedo hacerme daño, el día que mi padre luego las arrancó con las manos y me dijo: Eres tú quien decide cuando te duele.
Me asomé por encima del borde de la ventana, apoyé las manos contra el marco de la ventana y, una vez tuve la cara ante el cristal, descubrí dos caballos que pastaban sobre el prado. Uno era marrón y el otro negro, y al instante me di cuenta de que eran los mismos que habíamos montado Jon y yo, y si alguien me hubiera preguntado aquella mañana si eso era buena señal o más bien era mala, no habría sabido responder.

Caballo (Per Petterson)

 



 


 
 
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Salir a robar caballos
Per Petterson (
Oslo, Noruega, 18 de julio de 1952)

Libros del Asteroide, 2022
 
 El Trond adulto medita sobre un asunto al que la literatura de Petterson regresa una y otra vez: la irrupción del momento catastrófico cuyas consecuencias se quedan pegadas a quien la sufre, para darle forma a su vida. De manera que nadie sabe qué vida está construyendo porque nadie conoce su futuro.
La novela funciona sobre un doble desajuste: el joven Trond protagoniza una serie de experiencias cuyo alcance no puede comprender tan bien como sus lectores; a cambio, sus lectores afrontamos pasajes cuya carga emocional no entenderemos hasta muchas páginas después, cuando comprendamos sus consecuencias futuras. Este doble desajuste se sostiene sobre un manejo muy sutil de omisiones y alteraciones temporales, mientras que el vaivén de narradores (dos momentos temporales de la misma consciencia) provoca un sugestivo juego de profecías, recuerdos, presentimientos y reproches. Las oportunidades perdidas y las expectativas abiertas se superponen desdibujando la corriente del tiempo.
Petterson no observa el tiempo como un avance continuo que jamás regresa, sino más bien como una forma geométrica que permite ver los acontecimientos desde distintos ángulos según la posición que ocupemos. De esta superposición y de estos desajusten surgen algunas de las escenas más emocionantes e inesperadas de la literatura contemporánea.
[Cultura Abril. Gonzalo Torné]

lunes, 28 de noviembre de 2022

Pasos (László Krasznahorkai)

El nieto del príncipe Genji se hallaba en la entrada de la estación de Keihan. Se volvió para echar un vistazo a la montaña, pero por alguna razón ya no veía bien desde aquel lugar. Contempló la calle por la que acababa de llegar y que, de hecho, no le recordaba aquella que venía de recorrer. Se quedó titubeando ante la entrada de la estación de Keihan.
Debía partir; sin duda, se preocupaban por él.
Volvió a la calle de antes y decidió desandar lo andado.
No era esta la calle.
Regresó, pues, a la desembocadura, volvió a mirar y sacudió la cabeza, incrédulo.
Todo era completamente distinto: las casas, la acera, las vallas, los tejados.
Volvió, por tanto, sobre sus pasos, por donde había venido cuesta abajo. Recorrió calles del todo diferentes, convencido, sin embargo, de no equivocarse, de haber venido por allí. A veces se detenía, inseguro, examinaba los pequeños cruces, las desembocaduras de las calles, a veces daba unos pasos atrás, ladeaba la cabeza, trataba de tornar a la mirada de antes y recordar las casas, las vallas, los tejados: era una zona completamente diferente.
Sus pasos se deslizaban con delicadeza por el empedrado. Confiaba en que el camino empezara a ascender en cualquier momento, pero no percibía nada de eso.
Llevaba como mínimo diez minutos por el camino de vuelta.
Ya debería haber llegado.
Las calles eran completamente distintas, las casas eran extrañas,
las vallas eran otras, los tejados también, adondequiera que mirase.
Estaba convencido de haber bajado por allí.
Llegó al punto donde deberían haber encontrado el muro del monasterio y el puente.
Ni muro ni puente. Casas diminutas, vallas bajas, tejados planos.
El nieto del príncipe Genji no siguió el camino.
Dobló con cuatro pliegues el pañuelo blanco de seda que siempre llevaba en la mano y lo introdujo en el bolsillo secreto del kimono.
Miró el lugar por el que había pasado.
Buscaba el muro, el puente, la puerta, el monasterio.
Miró arriba atentamente.
Supuso que alguna pequeña señal le revelaría algo.
Pero en vano: allí no había nada.
 
Pasos (László Krasznahorkai)


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Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río
László Krasznahorkai (Gyula, Hungría, 5 de enero de 1954)
 

Al sur de Kioto, junto a la vía del tren de la línea de Keihan, a sólo una parada de la ciudad, hay un monasterio. Una escalada laberíntica conduce al nieto del príncipe de Genji a este lugar apartado. No muy lejos de allí, dicen, tiene que hallarse el jardín más hermoso del mundo. Camina por todo el recinto del monasterio como movido por una fuerza interior. Una construcción sutil ha dado forma a la naturaleza, cada cosa tiene su lugar y cada forma su significado. Y así se desplaza una mirada perspicaz y minuciosa sobre la naturaleza, sobre las plantas, el viento y los pájaros, pero también sobre la arquitectura, las pagodas, las terrazas y los patios. Dejar que lo pequeño devenga grande, desplazar lo secreto al centro de atención, rastrear la belleza de lo cotidiano, eso es lo que hace László Krasznahorkai en este viaje literario al Japón, un libro de una prosa embriagadora, fascinante, que nos transporta al universo ideológico y sentimental del país nipón.

viernes, 15 de julio de 2022

Poeta (Mário Cláudio)

En una ocasión en que el señor Soares se encontraba confinado en casa, apesadumbrado a causa de uno de aquellos accesos de neurastenia a los que sabíamos que estaba sujeto desde la muerte de su madre, el patrón Vasques me encargó que le llevase el Libro mayor. Y ahora, al recordar esto, me parece muy raro que, desempeñando el señor Soares las funciones de traductor de la empresa, tuviese también que ocuparse de aquel tocho sobre nuestra contabilidad. Pero no hay ninguna duda de que así era, por motivos que no vale la pena averiguar aquí. La calle donde vivía el señor Soares se me presentó como una de esas en las que no pasa nada, pero a cambio se puede imaginar muchas cosas. Había en la esquina un colmado de costumbre, repleto de armarios pintados de un color cáscara de huevo que se derramaba desde las estanterías de arriba a los cajones del medio y, por último, las tinajas que ocupaban la parte de abajo. Sobre el mostrador revestido de tosco mármol, hendido en diagonal, inflados en su orgullo de la muchachada, se exhibían los tarros de bombones y caramelos, contiguos a la caja registradora. Aquella arteria estrecha, en mi opinión demasiado chabacana como para servir de residencia a un poeta, se llenaba por la mañana de esos pregones de vendedores de infinitas mercancías que ya van escaseando en el día a día lisboeta. Por entonces aún traqueteaban por las calles las carretas de repartidores de leche, de verdura y de carbón de hulla, tiradas por jamelgos enfermos o adormilados, y solo de cuando de cuando en cuando irrumpía algún automóvil tocando la bocina para que se apartase la muchedumbre de transeúntes, mientras el gentío se quedaba allí plantado, mirando embelesado el extravagante vehículo, envidioso de todo un sueño de velocidad. Entrar en aquel lugar representó para mí el ingreso en un país de cierta forma palpitante, no porque fuesen tales parajes diferentes a tantos otros, sino porque se trataba del rincón de la capital habitado por el señor Soares. Tampoco él, dígase en honor a la verdad, me parecía un ciudadano fuera de lo común, por mucho que yo no me resistiese a atribuirle el misterio, o a dedicarle el respeto, que suponía derivado de su condición de poeta, y que se manifestaba en su continuo andar en las nubes.
 
Poeta (Mário Cláudio)


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Buenas noches, señor Soares
Mário Cláudio (Oporto (Portugal), 6 de noviembre de 1941)
 
 
Mário Cláudio es un autor muy celebrado en círculos de lectores fieles y en ámbitos universitarios. Su alejamiento del público masivo es, según ha dicho él mismo, un perjuicio ocasionado por la centralización cultural que gira en Portugal en torno a Lisboa. A pesar de ello, es autor de una abundante obra y, en concreto, Buenas noches, señor Soares, es una novela lisboeta. En ella, el autor del Libro del desasosiego, Bernardo Soares, nacido de la imaginación de Fernando Pessoa, es revivido a través de la fantasía de Mário Cláudio en uso de un procedimiento que no es raro en su obra, puesto que en otras ocasiones ya ha recreado la vida de personajes históricos. Esta vez, el pobre cuarto alquilado por el contable y las oficinas comerciales de la Baixa de los años 30, son escenarios en los que las vidas de los personajes acusan una experiencia ineludiblemente moderna y general, como es la de la extrañeza que todos sentimos para con nosotros mismos. Mecidos por el ritmo del trabajo, apelan a nuestra propia imaginación y a la lejanía a la que todos sentimos nuestros sueños.

miércoles, 15 de junio de 2022

Ideal (Vita Sackville-West)

Pensamientos terribles, antinaturales, habían penetrado en su mente. "Ojalá no me hubiera casado nunca... ojalá no hubiera tenido nunca hijos.". Y sin embargo, amaba a Henry -hasta el dolor- y amaba a sus hijos -hasta el sentimentalismo-. Urdía teorías sobre ellos, que le confiaba a Henry en momentos de intimidad y expansión. Herbert sería un estadista, decía, pues ¿no le había preguntado (con doce años) sobre los problemas del gobierno nativo? Y Kay, con cuatro años, había pedido que le llevaran a ver el Taj Mahal. Henry le había consentido estas fantasías, sin ver que, en realidad, era ella la que le estaba consintiendo a él.
Pero todo esto no había sido nada en comparación con las ambiciones de Henry, que la habían conducido por un sendero de espinas. Todas las ideas de Henry sobre el mundo eran intrínsecamente opuestas a las suyas. El uno realista y la otra idealista, representaban los extremos más opuestos de sus respectivos puntos de vista, con la diferencia de que, mientras Henry no necesitaba vacilar sobre su credo, ella tenía que proteger el suyo de la vergüenza y el ridículo. Y sin embargo, en ese punto la confusión la envolvía de nuevo. Había momentos en los que en los que era capaz de participar en la excitación del gran juego que Henry siempre estaba jugando; momentos en los que la existencia privada, especializada, intensa y hermosa del artista -cuya práctica le había sido negada, pero cuyo ideal de vida todavía anhelaba desgraciada e imaginativamente- parecía pobre y egoísta, y delicioso en exceso, comparado con la masculina ocupación del imperio y la política y la contienda de los hombres. Había momentos en los que era capaz de entender, no sólo con el cerebro, sino con su sensibilidad, que Henry deseara ardientemente una vida de acción de la misma manera que ella deseaba ardientemente una vida de contemplación. Eran, en efecto, dos mitades de un mundo escindido.

Ideal (Vita Sackville-West)


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Toda pasión apagada
Vita Sackville-West (Sevenoaks, Kent, 9 de marzo de 1892 - Castillo de Sissinghurst, Kent, Inglaterra, 2 de junio de 1962)

 
«Se preguntó qué heridas eran más profundas: las desgarradas heridas de la realidad, o las hondas e invisibles magulladuras de la imaginación.»
Lord Slane, baluarte del Imperio y gran estadista, ha muerto. Le sobreviven su viuda y seis hijos dispuestos a ocuparse de ella. Pero Lady Slane tiene otros planes: la sumisa esposa y complaciente madre quiere al fin vivir su propia vida. En una pequeña casa, en Hampstead, rememorará sus sueños de una juventud y pasará dulcemente el tiempo que el destino le conceda junto a aquellos que ha escogido: una doncella francesa, el carpintero y hasta un excéntrico millonario, enamorado de ella en la India cincuenta años atrás.

Toda pasión apagada es una de las obras maestras de Vita Sackville-West, y suscitó el entusiasmo de Virginia Woolf, cuyo libro Una habitación propia sin duda había influido en el de su amiga.

domingo, 16 de enero de 2022

Necesidad (Marta Traba)

Sí, amor mío, amor, querido mío, claro que sí, por supuesto, el aire es tan transparente como el sí, sí te amo, sí te necesito y eso es, básicamente, la idea misma del amor, la necesidad. Yo te necesito y no sabré nunca si tú me necesitas, puede ser que lo digas y hasta sea cierto, pero cómo comprobarlo, una necesidad no se transmite, no puede sino sentirse así, totalmente, la necesidad de amparo, la necesidad de compañía, la necesidad de ser dos, de sentirse dos. Sí, el cielo desde aquí se ve increíble, morado, color de piel de uva, un extraño, ceniciento, translúcido color que jamás se hubiera imaginado para el cielo. Este cielo color de párpados, alguien lo escribió y me limito a repetirlo, pero lo repito con languidez, con felicidad, apoyo la cabeza en la almohada y la echo bien hacia atrás veo la ventana al revés, vacío y translúcido, sólo cielo. Sin embargo tu mano se atraviesa en el rectángulo, queda suspendida sobre el cielo, se abre, se afirma sobre la piel finísima de las uvas moradas. Esa mano baja y sale del rectángulo de la visión; tu mano queda sobre mi cadera, pero ese ya es otro mundo que no tiene nada que ver con el rectángulo del cielo; se apoya y pesa, amor, pesa dulcemente, y a pesar de que ese cuerpo es mío y siente y recibe la huella no puedo apoderarme sino del rectángulo del cielo al revés. Recibe el tacto de tu mano como si fuera otro mi cuerpo, otra tu mano, y no tú y yo la misma cosa, una sola felicidad, un solo estado de alerta y aquiescencia. Tu mano se apoya sobre algo duro, el  hueso de la cadera es como un monte, una colina, una cordillera. Imagino tu mano pero no quiero verla, una mano de hombre, opresiva y ansiosa, largos, fuertes dedos, pero no. La imagino como es, sí, capacitada para las mínimas caricias, parece mentira que una mano masculina pueda ser tan leve, pueda reconocer las cosas con tal cautela, con tanto secreto pudor y al mismo tiempo engendrando el calor, organizándolo, articulándolo hasta que pasa de una zona a otra, va ascendiendo desde la más imperceptible tibieza, y al fin los dedos leves, incomprensiblemente dulces dedos dejan un hilo invisible sobre la piel, una quemadura en las colinas, en las cordilleras.
 
Necesidad (Marta Traba)


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Las ceremonias del verano
Marta Traba (Buenos Aires, 25 de enero de 1930 - Madrid, 27 de noviembre de 1983)

Las ceremonias del verano presenta directamente al lector, una pantalla, en la que se proyecta la cotidianidad narcisista de los ritos de formación y deformación del cuerpo en la conciencia de un personaje femenino. La autora parece así mismo practicar en su escritura, además de esa autoridad que se había ganado al lado de su antiguo maestro Jorge Romero Brest como agente del “maelstrom” de la modernización cultural latinoamericana, la racionalidad espacial y técnica con la que su otro maestro en París, Pierre Francastel, había definido el arte y la arquitectura casi veinte años atrás. De manera que en ese momento, con estos ingredientes apropiados en su discurso estético, Marta Traba se dispone a crear una obra de ficción, un producto artístico propio. Sólo que la novela se convertiría en un oficio más complejo, lleno de una gran carga emocional, pues ocurre en esa dimensión de creación inestable y amenazada, que más tarde ella misma llamó “zona de carga y descarga”.
La autora intenta resolver en su escritura algunas cuestiones problemáticas de un texto que a partir de personajes imaginarios, está inscrito en la historia que se está gestando en el momento en que se escribe. Por una parte emprende la invención de ese nuevo oficio de escritora de ficciones, y por otra, intenta aclarar sus vivencias de la Historia en el presente.
Sarah González de Mojica [academia.edu]

miércoles, 29 de diciembre de 2021

Realidad (Einar Mar Gudmundsson)

Desde luego que yo comprendo tan poco la realidad como ella me comprende a mí. En ese aspecto estamos igualados. Ella, sin embargo, no me debe ninguna explicación y yo debo rendir mis cuentas ante ella.
Por supuesto que sería bueno poder decir sin más como Hegel, cuando alguien le hizo ver que sus teorías no concordaban con la realidad: "Pobre realidad, ¡qué mal debe de pasarlo!".
Puede que así escriban los poetas.
Puede que así hablen los filósofos.
Pero nosotros, los encerrados en sanatorios, los internados en instituciones, no tenemos ninguna respuesta cuando nuestras teorías no coinciden con la realidad, porque en nuestro mundo son otros los que tienen razón y conocen la diferencia entre el bien y el mal.
La nube de fármacos flota en el ambiente como si los días se hubiesen detenido.
-¡Páll!
Me sobresalté al oír mi nombre, pero no mostré ninguna reacción; ésta estaba lejísimos, muy dentro de la nube suspendida en el aire.
Infinita quietud en lo hondo de los ojos.
Tormenta en la fría calma.
 

Realidad (Einar Mar Gudmundsson)

 

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Ángeles del universo
Einar Mar Gudmundsson (Reikiavik, 18 de septiembre de 1954)
 
Cada capítulo del libro flota como una isla dentro de ese gran archipiélago de la memoria que es Ángeles del universo. En algunos aspectos, la novela propone una meditación en torno a los distintos métodos que la sociedad tiene a su disposición para mantener la locura bajo control. Es sabido que la civilización necesita afirmar su racionalidad aislando la locura, y que, en cierto modo, la locura solo puede existir dentro de un orden social que la defina como tal. La conclusión a la que parece llegar Páll, en esa suerte de revisión de algunos fragmentos aislados de su historia personal en busca de señales que le ayuden a configurar un mapa de su enfermedad mental, es que si uno examina su vida como parte del movimiento enloquecido de la Historia, la línea que separa la locura individual y la locura colectiva se adelgaza hasta casi desaparecer. 

jueves, 13 de mayo de 2021

Hilo (Milena Michiko Flasar)

En la ciudad no se ven estrellas. Su aura, demasiado clara, ilumina el cielo, y no al contrario. Y en lugar de la Lira se ve en lo alto un avión que pasa volando peligrosamente cerca de los tejados de las casas.
¿Qué qué había descubierto?
Que yo ya no era solo una imagen, era alguien que esconde a otro en su interior. La imagen de una muchacha. Un oído junto al tronco. Le había pedido al monje del templo que no quitara los hilos rojos. Él consintió, sin necesidad de darle a conocer mi historia. Es realmente curioso. Aquello fue todo lo que dijo al respecto. De vez en cuando pasaba por allí y me sentaba al pie del árbol. Pero con el tiempo los hilos perdieron su color y cayeron de las ramas hasta quedar únicamente dos. Es realmente curioso, repitió el monje exactamente con la misma entonación, y cuando cayeron también los dos últimos dijo: Así es la vida.
El pino encorvado todavía está allí. Aquella noche la pasé bajo su cobijo, con el cuello levantado. No me importó que goteara sus agujas sobre mí. Más bien me sentía consolado al sentarme allí y abandonarme, con los dedos rígidos, cabalgando sobre las horas de oscuridad. Probablemente mis padres me estaría esperando. Estarían esperando el sonido de mis pasos en el pasillo. Incluso puede que se preocuparan pensando en dónde podía estar, o incluso, tal vez, cogerían el auricular del teléfono y marcarían el 110 para, súbitamente avergonzados, colgar de nuevo. Porque ¿cómo era posible conjurar a un fantasma? ¿Qué explicación tenía el que hubiera desaparecido alguien que ya estaba, en cualquier caso, desaparecido? ¿Cómo describir que se le echa de menos ahora, a pesar de que desde hace mucho tiempo ya no estuviera?

Hilo (Milena Michiko Flasar)


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Le llamé corbata
Milena Michiko Flasar (Sankt Pölten (Austria), 1980)
 

En el banco de un parque se encuentran dos perfectos desconocidos: el joven Hiro, un hikikomori, veinteañero japonés que ha vivido recluido en su habitación los últimos años, y un hombre mucho mayor, un salaryman, un oficinista como tantos otros. ¿Qué hacen allí, fuera de sus habituales refugios? Día tras día van contándose sus vidas el uno al otro. Ambos son marginados que no soportan la presión de la sociedad, y al experimentar de nuevo el afecto y que tras la tristeza puede esconderse la risa, retoman fuerzas para la despedida definitiva y emprender un nuevo comienzo.
Le llamé Corbata es una novela bellamente escrita sobre gente que habla de cosas que normalmente silenciamos, que conjura el miedo a todo lo que se sale de la norma y nos muestra la enorme fuerza anárquica de la renuncia. Una historia sobre el Japón contemporáneo, que es a la vez una historia sobre la vida cotidiana de todos nosotros.

lunes, 28 de octubre de 2019

Lobo (Hermann Hesse)

Una vez sucedió por la noche que, estando despierto en la cama, empecé de pronto a recitar versos, versos demasiado bellos, demasiado singulares para que yo hubiera podido pensar en escribirlos, versos que a la mañana siguiente ya no recordaba y que, sin embargo, estaban guardados en mí como la nuez sana y hermosa dentro de una cáscara rugosa y vieja. Otra vez tornó la visión con la lectura de un poeta, con la meditación sobre un pensamiento de Descartes o de Pascal; aún en otra ocasión volvió a surgir, estando un día con mi amada, y a conducirme más adentro en el cielo. ¡Ah, es difícil encontrar esa huella de Dios en medio de esta vida que llevamos, en medio de este siglo tan contentadizo, tan burgués, tan falto de espiritualidad, a la vista de estas arquitecturas, de estos negocios, de esta política, de estos hombres! ¿Cómo no habría yo de ser un lobo estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos fines comparto, ninguno de cuyos placeres me llama la atención? No puedo aguantar mucho tiempo ni en un teatro ni en un cine, apenas puedo leer un periódico, rara vez un libro moderno; no puedo comprender qué clase de placer y de alegría buscan los hombres en los hoteles y en los ferrocarriles totalmente llenos, en los cafés repletos de gente oyendo una música fastidiosa y pesada; en los bares y varietés de las elegantes ciudades lujosas, en las exposiciones universales, en las carreras, en las conferencias para los necesitados de ilustración, en los grandes lugares de deporte; no puedo entender ni compartir todos esos placeres, que a mí me serían desde luego asequibles y por los que tantos millares de personas se afanan y se agitan. Y lo que, por el contrario, me sucede a mí en las raras horas de placer, lo que para mí es delicia, suceso, elevación y éxtasis, eso no lo conoce, ni lo ama, ni lo busca el mundo más que si acaso en las novelas; en la vida, lo considera una locura.

Lobo (Hermann Hesse)

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El lobo estepario
Hermann Hesse (Calw, Alemania, 2 de julio de 1877 - Montagnola, Suiza, 9 de agosto de 1962)

Alianza Editorial, 1975


Como Harry Haller, el protagonista de su novela El lobo estepario (1927), Hesse tuvo que sufrir la profunda división de su país, Alemania, insatisfecha y dolida por la derrota de la Primera Guerra Mundial y preparada para una nueva ofensiva que con los años llevaría a todo un continente al desastre y a la miseria. Es en esta dualidad donde encuentra Hesse el caldo de cultivo para construir un personaje que ofrece sus distintas caras a lo largo del relato. Una trama, además, que se encuentra dispuesta como un juego de muñecas rusas, de manera que una historia oculta otra historia, que a su vez oculta una nueva historia.
El lobo estepario tiene dos naturalezas: una humana y otra lobuna, y es de imaginar que quien es así no puede llevar una vida agradable y venturosa. El lobo estepario está completamente fuera del mundo burgués, no conoce ni la vida familiar ni las ambiciones sociales, es un ser extraño y anacoreta, un individuo de disposiciones geniales y elevado sobre las pequeñas normas de la vida corriente. En definitiva, el lobo estepario es una persona que está contra el orden establecido, porque ese orden le repugna; le repugnan las normas, las reglas, las comodidades, la facilidad. Es una persona insatisfecha porque el mundo está mal hecho y sólo puede sobrevolarlo con su genialidad.

domingo, 20 de octubre de 2019

Arruga (Tahar ben Jelloun)

Lo que importa es la verdad.
Ahora que soy vieja dispongo de toda la serenidad para vivir. Voy a hablar, a descargar las palabras y el tiempo. Me siento algo pesada. No son los años los que más me pesa, sino todo lo que no ha sido dicho, todo lo que he callado y disimulado. No sabía que una memoria henchida de silencios y de miradas interrumpidas pudiera llegar a ser un saco de arena que dificulta el avance.
Me ha costado tiempo llegar hasta vosotros. ¡Amigos del Bien! La plaza sigue siendo redonda. Como la locura. Nada ha cambiado. Ni el cielo ni los hombres.
Me siento feliz de hallarme por fin aquí. Vosotros sois mi redención, la luz de mis ojos. Mis arrugas son hermosas y abundantes. Las de la frente son las huellas y las pruebas de la verdad. Son la armonía del tiempo. Las del revés de las manos son las líneas del destino. Mirad cómo se cruzan, cómo siguen los caminos de la fortuna dibujando una estrella tras su caída en las aguas de un lago.
Ahí está escrita la historia de mi vida: cada arruga es un siglo, un camino en una noche de invierno, una fuente de agua clara en una mañana brumosa, un encuentro en un bosque, una ruptura, un cementerio, un sol incendiario... Ahí, en el revés de mi mano izquierda, esa arruga es una cicatriz; un día la muerte se detuvo y me ofreció una especie de pértiga. Quizá para salvarme. Yo la rechacé volviéndole la espalda. Todo es sencillo a condición de no ponerse a desviar el curso del río. No hay en mi historia grandeza ni tragedia. Es, sencillamente, extraña. He vencido todas las violencias para merecer la pasión y ser un enigma. Durante largo tiempo he caminado por el desierto; he surcado la noche y he domado el dolor. He conocido "la lúcida fiereza de los mejores tiempos", esos días en que todo parece apacible.

Arruga (Tahar ben Jelloun)


 
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La noche sagrada
Tahar ben Jelloun (Fez, 1 de diciembre de 1944)

Ediciones Península, 1988


Este libro gano el premio Goncourt en 1987 y es complementario al Niño de arena. Narra la historia de aquella niña a la que su padre obligó a ser un niño a partir de la muerte de este, cuando ella decide acabar con aquella farsa y marcharse de allí. Huye de su casa y de su familia y empieza una vida nueva. Su iniciación al amor, con un ciego que la acoge en su casa, es un luminoso descubrimiento del goce, ensombrecido por la inminencia de la tragedia que necesariamente sobrevendrá para que así Ahmed/Zarah pueda liberarse definitivamente de un pasado basado en la mentira. La protagonista, ya anciana, y ahora ella misma ocupa el papel de la contadora de historia en la plaza, rememora aquellos años en que conoció el amor, el dolor, la libertad, la prisión, en que se sintió ya una mujer pero con el peso de su pasado a cuestas como un fardo.
[www.tresculturas.org]

domingo, 6 de octubre de 2019

Ira (John Steinbeck)

El trabajo en las raíces y en las viñas, en los árboles, ha de ser destruido para mantener el precio, y esto es lo más amargo, lo más doloroso de todo. Carretadas de naranjas arrojadas a la basura. La gente recorrió millas para recoger esa fruta, pero no pudo ser. ¿Cómo podían comprar naranjas a veinte centavos la docena si podían recogerlas en las basuras? Y los hombre descubren que la fruta ha sido rociada con petróleo. Un millón de seres hambrientos, que necesitan la fruta...., y las montañas de oro regadas de petróleo.
Y el olor a podredumbre llena el país.
En los barcos se quema el café como combustible. Se quema el maíz para lograr calor. Se arrojan patatas a los ríos y se colocan guardias en las orillas para que la gente hambrienta no pueda sacarlas. Se descuartiza a los cerdos y se los entierra, y la putrefacción penetra muy hondo en la tierra.
Este es un crimen que no tiene nombre. Aquí hay una pena que el llanto no puede simbolizar. Hay aquí un fracaso que anula todos los éxitos. La tierra fértil, los árboles derechos, los troncos macizos y la fruta madura. Y los niños mueren de pelagra porque una naranja ya no deja utilidad. Y los médicos forenses deben decir en los certificados "muerto por desnutrición"; porque el alimento hubo de pudrirse, se le obligó a pudrirse.
La gente fue al río con redes para pescar las patatas, y los guardias los hicieron volverse; llegaron en sus desvencijados coches para recoger las naranjas tiradas, y las encontraron empapados de petróleo. Y se quedan quietos viendo flotar las patatas, escuchan los chillidos de los cerdos cuando los descuartizan para cubrirlos de cal, ven cómo se provoca la putrefacción de las naranjas; y en los ojos de la gente hay una expresión de fracaso, y en los ojos de los hambrientos hay una ira que va creciendo. En sus almas las uvas de la ira van desarrollándose y creciendo, y algún día llegará la vendimia.

Ira (John Steinbeck)

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Las uvas de la ira
John Steinbeck (Salinas, California, 27 de febrero de 1902 - Nueva York, 20 de diciembre de 1968)

Editorial Planeta, 1981


Tras el crack de 1929, época de la Gran Depresión, y debido a las tormentas de polvo y la sequía que destrozó los campos de cultivo y la posterior expropiación por los bancos de estas tierras, millones de familias de Oklahoma Kansas y Tejas, conocidos como okies, se vieron condenadas a la más baja miseria. Por ello decidieron emigrar, con una mano delante y otra detrás, a la "tierra prometida" de California, donde, supuestamente, había trabajo y oportunidades para todos. En este contexto, John Steinbeck narra la historia de una familia, los Joad, que se ven condenados a emigrar para poder sobrevivir. Así, resignados y sin poder hacer otra cosa que seguir luchando por encontrar trabajo y una vida digna, se montan en una vieja camioneta y emprenden un viaje lleno de esperanza. Pero en California no hay lo que esperan encontrar: deberán soportar condiciones infrahumanas de vida, odio y marginación, salarios pésimos que apenas les dará para comer, humillación y maltrato por parte de la policía y los nativos de California, que verán en ellos a un enemigo, un ser inferior, alguien que les quita el trabajo y con ello impregnarán de miedo a los demás; es el miedo y el desprecio a lo desconocido, al de fuera, al extranjero, aunque éste sea honrado y trabajador. El egoísmo en su más pura esencia. [...] De esta manera, la familia Joad tendrá que enfrentarse a todo ello, al hambre, a la miseria, a la muerte, a los desprecios y humillaciones, siendo una familia trabajadora y de buen corazón, y nos darán una lección de humildad, de fuerza, de coraje, y de amor. Un claro ejemplo de la lucha por la supervivencia, de hasta donde es capaz de llegar el ser humano para mantenerse a flote y sobrevivir.
Gemma Serradell [El Correo de Madrid]
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