viernes, 3 de agosto de 2018

Oficio (Annie Dillard)

El escritor estudia la literatura, no el mundo. Vive en el mundo: no lo puede pasar por alto. Si alguna vez se ha comprado una hamburguesa, si ha viajado en un avión de una línea aérea, ahorrará a sus lectores el relato de semejante experiencia. Tiene cuidado con lo que lee, pues eso es lo que escribirá. Tiene cuidado con lo que aprende, porque eso es lo que sabrá.
El escritor conoce su terreno —lo que ha hecho, lo que se puede hacer, los límites— tal como conoce la cancha un jugador de tenis. Como ese experto que es, también él juega sobre las líneas. Ahí radica el júbilo: en acertar con la bola en la línea. Cuando escribe, puede ensanchar las líneas. Más allá de ese límite, el lector ha de retroceder. La razón se niega a seguir, la poesía se quiebra con un chasquido, entra en escena algo parecido a la locura, a la tensión. Con valentía, con cuidado, ¿puede el escritor ensanchar esos límites, obligarlos a que cedan? ¿Qué poder desatado querrá encerrar?
El cuerpo de la literatura, con sus límites, sus líneas, existe en el exterior de unas personas y en el interior de otras. Sólo después de que el escritor deje que la literatura lo conforme podrá tal vez conformar él la literatura. En Francia, entre la clase obrera, cuando un aprendiz resultaba herido, o cuando se fatigaba, era costumbre decir que “el oficio se le está metiendo dentro”. También el arte debe meterse dentro de uno. Un pintor no puede emplear la pintura como si fuera pegamento, como si fueran los tornillos con los que sujetar el mundo. Los tubos de pintura son como los dedos: sólo funcionan si dentro del pintor las vías neuronales llegan con anchura y claridad al cerebro. Célula a célula, molécula tras molécula, átomo tras átomo, parte del cerebro transforma la forma física de las cosas para acomodarla y adecuarla a la pintura.


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Annie Dillard (Pittsburgh, EE. UU. , 30 de abril de 1945)
Vivir, escribir

Editorial Fuentetaja, 1989


La palabra escrita es débil. Son muchas las personas que prefieren la vida. La vida mueve la sangre en tus venas. Huele de maravilla. Escribir es la mera escritura, la literatura es poca cosa. Apela únicamente a los más sutiles sentidos —la visión y el oído de la imaginación—, al sentido de la moral, al intelecto. Esta escritura a la que te entregas, y que tanto te emociona, que tanto te conmueve y te alboroza, casi como si estuvieras bailando junto a la banda de música, es apenas audible para cualquier otra persona. El oído del lector ha de ajustarse, rebajarse, para pasar del estruendo de la vida a la sutileza de los sonidos imaginarios que se desprenden de la palabra escrita.

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