El
escritor estudia la literatura, no el mundo. Vive en el mundo: no lo
puede pasar por alto. Si alguna vez se ha comprado una hamburguesa, si
ha viajado en un avión de una línea aérea, ahorrará a sus lectores el
relato de semejante experiencia. Tiene cuidado con lo que lee, pues eso
es lo que escribirá. Tiene cuidado con lo que aprende, porque eso es lo
que sabrá.
El escritor conoce su terreno —lo que ha hecho, lo que se
puede hacer, los límites— tal como conoce la cancha un jugador de tenis.
Como ese experto que es, también él juega sobre las líneas. Ahí radica
el júbilo: en acertar con la bola en la línea. Cuando escribe, puede
ensanchar las líneas. Más allá de ese límite, el lector ha de
retroceder. La razón se niega a seguir, la poesía se quiebra con un
chasquido, entra en escena algo parecido a la locura, a la tensión. Con
valentía, con cuidado, ¿puede el escritor ensanchar esos límites,
obligarlos a que cedan? ¿Qué poder desatado querrá encerrar?
El
cuerpo de la literatura, con sus límites, sus líneas, existe en el
exterior de unas personas y en el interior de otras. Sólo después de que
el escritor deje que la literatura lo conforme podrá tal vez conformar
él la literatura. En Francia, entre la clase obrera, cuando un aprendiz
resultaba herido, o cuando se fatigaba, era costumbre decir que “el
oficio se le está metiendo dentro”. También el arte debe meterse dentro
de uno. Un pintor no puede emplear la pintura como si fuera pegamento,
como si fueran los tornillos con los que sujetar el mundo. Los tubos de
pintura son como los dedos: sólo funcionan si dentro del pintor las vías
neuronales llegan con anchura y claridad al cerebro. Célula a célula,
molécula tras molécula, átomo tras átomo, parte del cerebro transforma
la forma física de las cosas para acomodarla y adecuarla a la pintura.
Annie Dillard (Pittsburgh, EE. UU. , 30 de abril de 1945)
Vivir, escribir
Editorial Fuentetaja, 1989
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