En algún lugar del mundo tengo un enemigo implacable, aunque no conozco su nombre. Tampoco sé qué aspecto tiene. De hecho, si entrara en este mismo instante en mi habitación, mientras estoy escribiendo, seguiría sin reconocerlo. Durante mucho tiempo creí que algún instinto me avisaría si nos encontrásemos cara a cara; pero ya no lo creo así. A lo mejor es un desconocido, pero quizá lo más probable es que sea alguien a quien conozca bastante bien, puede que alguien a quien vea todos los días. Porque si no es una persona de mi círculo más inmediato, ¿cómo es posible que tenga información tan detallada de mis movimientos? Me resulta prácticamente imposible tomar ninguna decisión -incluso sobre un tema tan insignificante como visitar o no a un amigo por la noche- sin que mi enemigo se entere y sin que este tome medidas para asegurarse mi turbación. Y, por supuesto, también está bien informado sobre cuestiones más importantes.
El hecho de no saber absolutamente nada sobre él hace que mi vida sea intolerable, lo que me hace sospechar de todo el mundo por igual. No hay, literalmente, ni una sola alma en la que pueda confiar.
A medida que pasan los días me estoy preocupando cada vez más de este maldito problema; de hecho, se ha convertido en una obsesión para mí. Cada vez que hablo con alguien me descubro escudriñándolo con absoluta atención, buscando cualquier signo que delate al traidor que está decidido a hundirme. No puedo concentrarme en mi trabajo porque siempre estoy debatiendo en mi cabeza la cuestión de la identidad de mi enemigo y el motivo de su odio. ¿Qué he podido hacer para originar semejante e incansable persecución?
...
Hasta que no me haya destruido por completo no se sentirá satisfecho. Es el principio del fin; durante las últimas semanas he recibido innegables indicaciones de que está empezando a interponer falsas acusaciones contra mí a las autoridades. No pasará mucho tiempo hasta que vengan a buscarme. Cuando vengan a por mí será probablemente de noche. No habrá revólveres ni esposas; todo transcurrirá de forma tranquila y ordenada, con dos o tres hombres de uniforme o con chaquetas blancas, y uno de ellos llevará una aguja hipodérmica. Así ocurrirá conmigo. Sé que estoy condenada y no voy a luchar contra mi destino. Sé que estoy escribiéndolo para que, cuando no me veas más, sepas que el enemigo, finalmente, ha triunfado.
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El descenso
Anna Kavan (Cannes, Francia, 10 de abril de 1901 - Londres, Reino Unido, 5 de diciembre de 1968)
Anna Kavan nació en 1901, en Cannes, Francia, con el nombre de Helen Emily Woods. Hija única de un matrimonio adinerado, creció viajando entre Europa y Estados Unidos hasta el suicidio de su padre, que la marcó profundamente; fue el primer hecho fatídico de una vida plagada de sufrimiento y asediada por la depresión y las adicciones. Su madre se negó a que estudiara en Oxford, tal y como ella le pedía, y la forzó a casarse con Donald Ferguson, quien había sido su propio amante. Este infeliz matrimonio quedó retratado en su novela Let me alone (1930). Kavan se casó y se divorció dos veces, perdió a su hijo en la Segunda Guerra Mundial, trató de suicidarse en tres ocasiones y pasó largas temporadas encerrada en hospitales psiquiátricos de Suiza e Inglaterra, de los que sacó el doloroso material con el que escribió los relatos que componen El descenso (Navona, 2019). Este fue el primer libro que firmó como Anna Kavan (seudónimo que acabaría asumiendo legalmente); en él aparece por primera vez la atmósfera opresiva y la paranoica figura del perseguidor que llevará a su culminación en Hielo (1967), considerada su obra maestra y con la que obtuvo popularidad a sus sesenta y seis años. El año siguiente a la publicación de hielo, Anna Kavan murió sola en su casa de un ataque de corazón. Según la policía, en aquella casa había «suficiente heroína para matar a toda la calle».
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