Y además, en el valle me gusta ver caras de personas, no de alpinistas exhaustos por la altitud, sino de quienes trabajan los campos, cortan piedras, pastorean animales, acuden al mercado. Vuelvo de buena gana a la vida, la sangre se me acostumbra otra vez a la abundancia de oxígeno, deshace su densidad y el corazón palpita con latidos más lentos. Me escucho. Retoma sus funciones, el apetito, el sueño, todo lo demás.
Cuando vuelvo al campamento base desde la cumbre soy capaz de dormir veinticuatro horas seguidas. Me encapullo en el saco de plumas y salgo de él cuando he quedado saciada. Me despierto y pregunto a qué día estamos. Ocurre a veces que es de noche. Entonces como algo y soy capaz de quedarme dormida de nuevo. Y después llega una mañana en la que me levanto, me tomo un desayuno abundante y ya está digerida la cumbre. En los pies hay ganas de estirarse al aire libre, miro las montañas y vuelvo a sentir el cosquilleo en los dedos. En ese momento disfruto la ascensión realizada y me entran ganas de abrazar a todo el mundo. "Ya era hora", protestan. Por fin se ha dado cuenta Nives de haber llegado a la cima. Cuando estemos en el avión se dará cuenta también de que hemos llegado al campamento base.
Es así, la alegría llega para mí después del largo sueño del regreso, mientras ellos han hecho el equipaje, están ya con la cabeza en otra parte. En cambio, yo sigo estando en ese punto de equilibrio en el que no deseo nada, sólo que dure un poco más.
Tengo la suerte de hacer lo que me llena y a la vez me vacía. Soy un recipiente, que debe verter hasta su última reserva de energía para poder llenarse de nuevo. Y cada plenitud es mayor, por aumento de la capacidad de contener.
Tras la huella de Nives
Erri De Luca (Nápoles, 20 de mayo de 1950)
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